martes, 3 de marzo de 2009

Reflexiones sobre la Democracia. Por Daniel Lamas

A pesar de que el concepto de democracia tiene más de 2.500 años, está muy lejos de ser aceptado en forma pacífica.

Y esto no solamente porque existen hoy en día una gran cantidad de sociedades que no viven en democracia –y en el caso de algunas, aparentemente no desean hacerlo- sino fundamentalmente porque entre quienes se considerar sus defensores, no existe una interpretación única respecto a sus características y a sus alcances.

La Historia quiso que la democracia contemporánea fuera un subproducto de las grandes revoluciones del siglos XVII y XVIII (la británica, la norteamericana y la francesa) y es así que nació coincidiendo con las nuevas ideas del “Iluminismo” y el ascenso de la burguesía industrial.

Esta democracia “formal” o “burguesa”, que con el transcurso del tiempo fue convirtiéndose, además en “liberal”, basada en la consagración del Estado de Derecho, la separación y el equilibrio de los Poderes, el reconocimiento y la garantía de las libertades individuales, la participación de los ciudadanos en la designación de los gobernantes, el respeto de las minorías y el control indirecto que sobre la gestión pública realizaba la prensa libre, fue y continúa siendo una democracia representativa.

A la misma se le hicieron y todavía se le hacen dos críticas fundamentales: a) se trata de una mera forma, desprovista de contenido y b) existe o puede llegar a existir un divorcio entre los intereses de los representantes y los verdaderos del pueblo que los ha elegido.

La primera crítica apunta a un fenómeno frecuente: el hecho de que una sociedad tenga estructuras y prácticas democráticas no garantiza que tenga prosperidad económica y que pueda ofrecerle mejores condiciones de vida a su gente.

La segunda reclama la complementación de la democracia representativa con mecanismos de democracia directa que permitan participar al pueblo soberano en la adopción de algunas medidas o en la revisión de otras.

Frente a aquella democracia “formal” se han planteado como alternativas, las que sus promotores califican de “populares”, “participativas”, “militantes”, “socialistas” o “avanzadas”, términos que nadie sabe exactamente a qué cosa refieren, pero que sugieren la idea de que, al solucionarse la segunda de las limitantes mencionadas de la democracia tradicional, por la directa participación de los interesados, habrá de garantizarse también la superación de la primera. En otros términos, parte del supuesto que la democracia representativa solamente funciona en el interés de los representantes y no de los representados, mientras que su alternativa opera en forma contraria.

En los hechos, las sociedades que han sustituido la democracia liberal por alguna otra forma de funcionamiento político que también fue o es calificado como democrático, lo único que han hecho es modificar la forma en que se ejerce la representación: en lugar de gobernantes electos mediante el sufragio universal y secreto entre multiplicidad de opciones, gobernantes designados por el partido único o gobernantes electos por las masas convocadas por el líder populista que reparte beneficios materiales entre sus seguidores.

La evidencia histórica no justifica la afirmación de que las nuevas formas autocalificadas como democráticas garanticen la mejoría de las condiciones económicas y sociales. Más bien demuestran lo contrario, sin perjuicio de la inevitable limitación o pérdida de libertades, ya que en lugar de ser los gobernados los que controlan a los gobernantes, son los que ejercen el poder quienes controlan a la sociedad.

Pero aun en los casos en que existen democracias representativas que respetan las formas impuestas por el ordenamiento jurídico, así como los principios liberales, tal el caso del Uruguay en buena parte de su existencia como nación independiente, se presentan dos fenómenos que afectan su funcionamiento y ponen en riesgo sus principales paradigmas.

El primer de ellos deriva de la existencia de centros de poder al margen de los órganos representativos electos por la ciudadanía y al margen de los partidos políticos que son los que canalizan la voluntad de ésta expresada en sufragios libres.

El segundo tiene que ver con el hecho de que los partidos, manejados por los políticos “profesionales” tienden a convertirse, cada vez más, en realidades divorciadas de la sociedad.

Dicho lo mismo en otros términos: gran parte del poder social va a parar a manos de asociaciones, empresas o corporaciones que defienden los intereses de sus integrantes en tanto pertenecientes a un segmento definido de la sociedad y, además, el sistema político se transforma en una corporación más, que también pasa a velar por los intereses de sus integrantes, en lugar de representar los intereses de los ciudadanos, en tanto individualidades que forman parte del conjunto social, todos iguales ante la ley.Ello sin perjuicio de la posibilidad –nefasta para la democracia- que las corporaciones pasen a controlar los partidos políticos y los gobernantes pasen a ser representantes de las organizaciones que integran y no de los ciudadanos que los eligieron.

De paso señalo que los regímenes corporativistas, que incluyen asambleas directamente representativas de los diferentes intereses que existen en toda sociedad (el falangismo español o el fascismo italiano entre sus casos más notorios) no tienen nada que ver con la democracia de la que vengo hablando y, creo, han sido condenados por la Historia.

Hasta ahora, la crítica de las desviaciones o deformaciones de la democracia representativa ha llevado a la descalificación del sistema en su totalidad y a proponer su abandono definitivo. Pero, como vimos, las evidencias empíricas demuestran que la quiebra del concepto de representación y el abandono del mecanismo de elección mediante voto secreto entre opciones múltiples con igualdad de posibilidades, aunque el régimen sustitutivo sea calificado como democracia, lleva a la ruptura democrática y a formas diversas de dictadura.

La alternativa pasa, a mi juicio, por acercar los partidos políticos a la ciudadanía y, simultáneamente, acercar los ciudadanos a la política.

La primera es una tarea que deben asumir los dirigentes políticos, convirtiendo en cada vez más democráticas a las estructuras partidarias, de forma tal que ellos sean los legítimos representantes de los adherentes al partido o al sector, electos con las mismas garantías que se eligen a los gobernantes. La segunda, tiene que ver con un profundo proceso de descentralización de la organización institucional que, sin caer en la feudalización política, permita que una parte importante de las tareas gubernativas y de las decisiones que afectan a los ciudadanos, pase a organismos locales o departamentales o regionales, que se encuentren más cerca de esos ciudadanos y que pueden interpretar mejor sus aspiraciones y sus intereses. Dichos organismos, en todos los casos, deben ser electos por el voto universal y secreto de los habitantes, entre multiplicidad de opciones libremente conformadas.En síntesis, si bien no podemos caer en la tentación de abandonar la democracia basada en los preceptos liberales y republicanos, persiguiendo quimeras que conducen al populismo, el corporativismo o el totalitarismo, también tenemos que reconocer que se trata de un régimen perfectible.Daniel Lamas

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